Crianza Biológica

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Es sabido que la fermentación alcohólica mediante la que se produce el vino, el sake o la cerveza, así como la producción de pan o de queso, o cualquier otro proceso que incluya una fermentación, requiere de la participación de levaduras, en cualquiera de sus múltiples formas o especies.

En el caso concreto de la fermentación alcohólica del vino, el protagonismo es para la Saccharomyces cerevisae, un organismo que se reproduce por gemación y del que conocemos en su integridad su secuencia genómica; lo cual no es de extrañar, pues ha acompañado a la humanidad desde tiempo inmemorial.

Ahora bien, en lo que respecta a la producción del vino, existe una cuestión que nos resulta difícil de entender: a lo largo de la fermentación, el mosto va progresivamente perdiendo su contenido en azúcar y aumentando su contenido alcohólico, hasta que llega un punto en el que –a partir de unos determinados niveles– la concentración de alcohol empieza a constituir un hábitat absolutamente hostil para las propias levaduras y estas se mueren.

¿Cómo es posible entonces que el velo de flor esté constituido por levaduras?

Tras la fermentación de los mostos de Palomino la graduación del vino alcanza niveles entre 11 y 12.5% vol., insoportables para las levaduras fermentativas normales. Pero es que las nuestras no son normales.

Es a partir de la graduación mencionada anteriormente, cuando estas levaduras tan especiales empiezan a reclamar protagonismo, desarrollando un metabolismo muy distinto a la de sus predecesoras fermentativas.

No se trata en este caso de transformar azúcar en alcohol, sino de captar moléculas de etanol y combinarlas con oxígeno, dando lugar así a un nuevo compuesto llamado acetaldehído. Esto es algo que pueden hacer en un medio sumergido durante algún tiempo, al menos mientras que exista suficiente oxígeno disuelto en el mosto.

Pasados unos días y agotado dicho oxígeno disuelto, sólo pueden seguir “respirando” en la superficie del vino; esa es la razón de que suban a la superficie del mosto y se instalen allí, para lo que gozan de otra característica fundamental: la flotabilidad.

Una cualidad que les permite ascender y mantenerse en la superficie del líquido, con acceso a los nutrientes que se encuentran en el mismo y al oxígeno que consumen como parte de su proceso metabólico. Una vez instaladas en la superficie del vino y con las condiciones ambientales adecuadas –fundamentalmente de humedad, temperatura y disponibilidad de oxígeno–comienzan inmediatamente a reproducirse, terminando por colonizar totalmente la superficie disponible en los depósitos donde se haya producido la fermentación.

El proceso de formación es muy gradual. Así, sólo unas semanas después de concluida la fermentación tumultuosa, observaremos pequeños puntos sólidos flotando, que a los pocos días irán engrosándose hasta que, hacia el mes de octubre, toda la superficie del vino estará cubierta por el velo de flor.

La formación del velo de flor tiene una consecuencia inmediata en el proceso; a partir de su total formación, el vino se encuentra aislado del contacto directo con el aire y por tanto protegido de la oxidación directa. Es más, el velo no sólo respira por arriba, generando un ambiente reductor dentro del depósito en el que se encuentre, sino que las levaduras siguen consumiendo cualquier cantidad de oxígeno disuelto que pueda haber en el líquido como consecuencia de los trasiegos que pudieran realizarse.

Esta interrelación permanente con el vino alcanza además a otros muchos aspectos: ya hemos mencionado que las levaduras de velo de flor transforman etanol oxidándolo en acetaldehído. Pero también consumen otros elementos relevantes del vino: azúcares residuales, ácido acético, glicerol, proteínas, etc.

En definitiva, el contacto continuado de estas levaduras con el vino va a transformar de forma importante su perfil analítico y, consecuentemente, también sus características organolépticas: aroma, sabor y textura.

El único aspecto que va a permanecer relativamente inalterado es el color, por la protección que el velo supone de los procesos oxidativos que hacen evolucionar el color de los vinos blancos.

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